sábado, febrero 28, 2009

Honestidad y competencia

El discurso institucional, cualquier discurso institucional, ya no es capaz de sintonizar con la realidad cotidiana (Jovell). Los individuos inmigran hacia su propio interior una vez que se han roto los puentes de comunicación con la institución, cimentados un día sobre la confianza. La base de esa confianza es el contrato psicológico de los individuos con la organización: lealtad y eficacia a cambio de justicia y reconocimiento. Si esas expectativas no se cumplen, si esa esperanza falla, se rompe la confianza. Porque se han roto las reglas del juego. Es importante definir esas expectativas en un lenguaje común a ambas partes del contrato. De ahí que la verdad, la veracidad, tengan tanta importancia en este contexto. Todo esto va más allá de la cultura del pacto (Hobbes o Rousseau, da lo mismo), más allá del acuerdo. Todo esto contiene un núcleo ético que se articula en torno a las ideas de honestidad y competencia como matrices de la confianza. Se confía al máximo en alguien con un alto nivel de honestidad y confianza. No se confía nada en alguien que sea deshonesto e incompetente a la vez. Puede existir algo de confianza, aunque en grado insuficiente para desarrollar una cultura organizativa, en quien sea competente pero deshonesto y, también, en quien sea incompetente aunque honesto. El liderazgo es honestidad y competencia. Donde esos valores no se dan en alto grado, hay que recurrir a la amenaza, al poder, para evitar el caos. Ya no hay líderes, sólo carceleros (Nietzsche). Ese balance de honestidad y competencia incide directamente, automáticamente, en tres elementos de la vida de las organizaciones: el grado de compromiso de sus miembros con la misma, la calidad de las relaciones informales entre los miembros de la organización y el conocimiento de la organización por parte de sus integrantes.

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Trazos de un esquema

Para recomponer una organización en torno al principio de confianza debe existir una jerarquía basada en el liderazgo técnico y moral, no en el miedo. Ese liderazgo debe ser integrador. Y debe diseñarse un sistema de recompensas transparente y basado en el mérito.

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martes, febrero 24, 2009

Spleen

Cuando alguien muere en vida, como Orfeo, y habita durante un tiempo en el reino de las sombras, el resto de la existencia es una prórroga. Eso explica, en quienes han pasado por esa experiencia (ir más allá de la muerte), un punto de distancia respecto a los afanes, penas y alegrías de quienes habitan el ancho mundo. Una cierta displicencia (¿spleen?) respecto al mundo y a uno mismo. Un no tomarse en serio. Un cesar en la aspiración. Una cierta paz.

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Un nombre

Ha sucedido. Esta noche me he atrevido a preguntarle el nombre a la vendedora callejera que suele cambiarme un cigarrillo por un puñado de caramelos cuando me cruzo con ella, de noche, de vuelta del trabajo a casa. El ritual ha sido el de siempre; me para, me pide un cigarrillo y saca de una bolsa un puñado de caramelos, cuatro o cinco, a cambio del tabaco. Hoy le he dicho: "No está bien aceptar caramelos de desconocidas. ¿Cómo te llamas?". Me ha mirado desde su cara sin edad (¿60, 70, 80 años?) y me lo ha dicho: "Marieta". Marieta con sonrisa y acento centroeuropeo. Una buena receta, un buen nombre para afrontar las sombras de la noche.

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domingo, febrero 22, 2009

El rectángulo

Recuerdo que una vez, de estudiante en la Universidad, un profesor me llamó al despacho. Cogió un folio en blanco, dibujó un rectángulo y me dijo: "Ese rectángulo es la clase de mi asignatura. ¿En qué punto de esa superficie te ubicarías?". "Dímelo tú", respondí. "Fuera", dijo el profesor. "Tú no estás arriba ni abajo, delante ni detrás. Estás fuera del rectángulo. Así nunca te vas a integrar". Me lleva ocurriendo eso desde que me alcanza la memoria. Eso explica que mis relaciones con el poder, tenga la forma que tenga, hayan sido siempre simplemente taxonómicas, de mera curiosidad zoológica, sólo de interés deportivo. Eso es autodescartarse de cualquier carrera hacia la notoriedad social.

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lunes, febrero 16, 2009

Cosas que deben ser dichas

Acabo de terminar el ensayo de Jovell sobre la confianza. Me han llamado la atención varios elementos. Entre ellos, el sentido de virtud cívica como fundamento de la democracia. También, el fundamento aristotélico de las nociones de ética y virtud. Leerlo me ha situado a las puertas de resumirlo, de incorporar lo que entiendo es aprovechable para la situación en la que me desenvuelvo. Y no hay recetas con garantía de buen funcionamiento. La vida no tiene recetas, libro de instrucciones. Lógico. Toda esta idea de refundar el principio de confianza me recuerda a los arbitristas del siglo XVII español. Anónimos que se dirigían al rey o al valido de turno denunciando la corrupción, proponiendo reformas en la agricultura, el comercio o la vida política. Los arbitristas escribían protegidos por el anonimato, porque se jugaban la hacienda y la vida con sus escritos. A ninguno de esos escritos anónimos se le hizo caso. Más tarde, el Despotismo Ilustrado intentaría alguna de esas reformas, de la mano de la idea de razón y del centralismo de los borbones. ¿Sirvió para algo el trabajo que se tomaron los arbitristas? Esa pregunta no tiene respuesta porque no tiene sentido. No escribieron pensando en que iban a ser escuchados. Lo hicieron porque entendían que era un deber. Hay cosas que deben ser dichas. Por el viejo concepto del honor, por el mandato de la conciencia o por la tranquilidad psicológica de haber hecho lo posible por ayudar a remediar una situación lamentable. El comportamiento honesto tiene sentido en sí mismo. Eso es la ética.

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