Estoy leyendo a Stieg Larsson...
Suelo leer a gente que lleva muerta mucho tiempo; de ordinario, siglos. A veces, muchos siglos. Me marea el volumen de publicación contemporáneo y necesito siempre ayuda, orientación. Gracias a una de esas ayudas, estoy leyendo a Larsson, que está muerto pero es de ahora. Es la primera vez en mucho tiempo en que me identifico con el texto de una novela contemporánea: describe una cotidianeidad urbana de la que participo. No hay más. Ni menos. Luego está la trama, sí, y sus presuntas fintas socialdemócratas (¿socialdemocracia es igual a sociedad de consumo? ummm... Interesante sospecha). Pero esos textos son de mi tiempo. Quizá en eso consista la postmodernidad: Millennium (voy por la segunda novela de la trilogía) no enseña nada sobre el ser humano; sólo describe lo que se ve. Lo cual me lleva a otra nanorreflexión: siempre he abordado la postmodernidad por su cara norte, por el análisis del lenguaje, por la hermenéutica de los textos, por la filosofía de la religión, por la levedad evanescente del discurso. Quizá todo sea más fácil: la postmodernidad es describir lo que se ve; sin más. Pero, ¿de verdad que no hay más? En ese caso, habría que ir más allá del pensiero debole. Porque esa posmodernidad tiene un sinónimo: lo políticamente correcto. Desde Baudrillard sabemos que el sistema integra a la marginalidad, desactivándola. Se me antoja que, en realidad, las novelas de Larsson se encuadran en el núcleo duro de lo políticamente correcto, de lo compartido sin cuestionamiento: quizá por eso están arrasando en el mercado, quizá por eso me resultan adictivas, quizá por eso son aptas para venderse (de hecho, es así) en un kiosko de prensa.
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