miércoles, junio 13, 2012

Sacrificio

Todo sacrificio necesita, para conservar su sentido, su coherencia esencial, un elemento sagrado que una entre sí la acción oferente, la ofrenda misma y la finalidad, el destino teleológico de la acción. Si se rompe ese elemento sagrado, el sacrificio deviene en farsa o en fractura. En sufrimiento ciego, en dolor inexplicado que conduce a la locura. Todo esto lo sabían el autor del Génesis y Esquilo. Y Kierkegaard lo supo atisbar. Un padre, unos padres, pueden ofrecer en sacrificio a un hijo, a una hija, atendiendo a una voluntad ajena que exige ser divina. El sacrificio aporta sentido a la existencia de los oferentes, siempre que la ofrenda misma comparta ese relato. Siempre que Isaac e Ifigenia no solo entiendan qué está ocurriendo, sino que lo compartan, que hagan suya la misma realidad sacrificial que se concreta en sus personas: el sacrificio, pues, tiene que ser capaz de dotar de sentido a las vidas que van a ser entregadas por el honor de Dios y el honor de los oferentes. Eso mismo confiere honor a las ofrendas. Pero si el elemento sagrado, la explicación fundamental del honor de Dios, ya no es percibido como tal por las vidas ofrendadas, por Isaac e Ifigenia, Agamenón y Abraham sufren. ¿A quién pedir explicaciones de ese sufrimiento? La respuesta es el vacío y la actitud, la reconstrucción, incluso la búsqueda de un nuevo sentido en la lógica oculta que sólo entiende la misma voluntad divina. Eso es aprender a vivir en paz con los fantasmas de los propios muertos.

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